domingo, 5 de agosto de 2012

Entrevista a la egiptóloga C. Desroches

Christiane Desroches Noblecourt.

Conservadora general honoraria de los Museos de Francia y del departamento egipcio del Louvre, ha sido profesora de la Escuela del Louvre, y posteriormente inspectora general de los museos nacionales.
Condecorada con el título de Gran Oficial de la Legión de Honor, fue la primera que recibió la medalla de oro del CNRS y la gran medalla de la UNESCO. Es autora de grandes éxitos como Las ruinas de Nubia o Tutankhamen: vida y muerte de un faraón.
Entrevista a Christiane Desroches Noblecourt
La egiptóloga Christiane Desroches Noblecourt combatió en la Resistencia francesa contra los nazis, fue decisiva en la salvación de los templos amenazados por la presa de Asuán y ha consagrado su existencia a divulgar las vidas de los faraones Ramses y Tutankamon y la reina Hatshepsut.
Esta entrevista empieza y acaba con un obelisco. En el inicio de la larga y fecunda carrera de la egiptologa francesa Christiane Desroches Noblecourt (Paris, 1913), la gran dama de la disciplina, su faraona, la corajuda mujer que militó en la Resistencia contra los nazis, fue decisiva en el salvamento de los templos de Nubia -entre ellos el de Abu Simbel- que iban a ser anegados por la gran presa de Asuan, se ganó el respeto del general De Gaulle y ha sido capaz de escudriñar en los secretos más íntimos de la reina Hatshepsut (a la que ha dedicado un libro sensacional recién publicado en España por Edhasa), hay un obelisco. Uno de los mas bellos e impresionantes. El que se alza desde 1833 en la plaza de la Concorde parisiense. Consagrado a Ramsés II y arrebatado de su emplazamiento original en el templo de Luxor por una expedicion francesa, el milenario monolito despertó la pasión por Egipto de una niña a la que nada le parecía más maravilloso que ir con su abuelo a admirar los jeroglificos grabados profundamente en la petrea carne de granito rosa. "Eran para mi momentos excepcionales", rememora la nonagenaria pero enérgica egiptologa, a la que una foto de 1921, de su clase del liceo Molière, muestra como una pequeña escolar de aspecto deliciosamente travieso. "Egipto estaba verdaderamente presente en mi desde entonces y me ha dado mucho durante toda mi vida. El antiguo Egipto nos ofrece un mensaje de sabiduria y belleza".
Hoy, en esta hermosa tarde de primavera que engalana Paris la víspera de la entrevista con madame Desroches Noblecourt, el obelisco se yergue como si quisiera horadar el cielo y su dorado piramidión estalla bajo el sol en una orgía de esplendor ramésida. Tal parece que la deportada aguja de piedra se soñara, con este tiempo radiante, de nuevo en su antigua Tebas, atalayando las procesiones sagradas de Amón y abanicada por las banderas divinas, flameantes en los largos mástiles del templo. Cruzar hacia el alto betilo sorteando los automóviles que circulan por la plaza resulta harto arriesgado, pero una visita al monumento reportará un buen puñado de puntos mañana ante Desroches Noblecourt, mujer de carácter donde las haya y presta a arrebatos de genio que han devenido legendarios (es célebre su rifirrafe con Jacqueline y Aristoteles Onassis en el Valle de las Reinas en1974, en el curso de una agitada excursión por las tumbas).
Al pie de la gran estaca de piedra, dos voluptuosas turistas alemanas atacan con ávidos lengüetazos sendos helados, componiendo una imagen perturbadora (TELA con el autor, para decir: dos gordas alemanas devorando sus helados). Quizá no es el mejor momento para recordar que en 1993 se le colocó un inmenso preservativo al obelisco en el marco de una campaña antisida. En fin, el monolito puede verse como el epicentro de la egiptologia francesa, un dedo de piedra de 220 toneladas que lleva desde Champollion (incitador de su traslado) hasta Desro­ches Noblecourt, y que ha visto pasar (vease el estupendo "Le grand voyage de l'obelisque" de Robert Solé. Seuil, 2004) las cenizas de Napoleón, los revolucionarios de la Comuna, los tanques de Leclerc y hasta al mismísimo Ramsés II, a cuya momia, de visita en Paris para ser sometida a tratamiento antihongos en 1976, se llevó a dar una vuelta a la Con­corde por instigación de la propia Des­roches Noblecourt, que en el curso de ese viaje también hizo volar al faraón -soberano prodigio- sobre las piramides de Guiza.
"Dios perfecto, señor de las Dos-Tierras, User-maat-Ra, hijo de Ra, senor de apariciones, Ramsés-meriamón, dador de vida como Ra". El entrevistador se repite esta inscription del obelisco como una letanía mientras, algo acongojado, asciende en el ascensor al piso de la egiptologa en el cuco distrito 16, un reducto tradicional de la burguesia republicana parisiense. Abre la asistenta y hace pasar a un elegante saloncito donde espera de pie, con aire decidido, la famosa egiptóloga. Su apariencia de entrañable abuelita apenas disimula una personalidad tan arrolladora que parece absorber todo el espacio a su alrededor, hasta el punto de que resulta dificil percibir los detalles de la habita­ción. Sólo más tarde se disciernen un biombo; un jardin en la terraza, con la figurita de un ibis; los retratos de su marido, André Noblecourt, y de un vicealmirante -su hermano-, y una mesa de trabajo sembrada de libros, memorias de excavaciones, fotografías (anotar que una es de la gruta sagrada del Valle de las Reinas, que ella misma descubrió e investigó, granjea una mirada aprobadora de madame Desroches Noblecourt) y algunos objetos. La estudiosa se apoya en un bastón. "Me he hecho operar la rodilla. La artrosis, no la vejez". No obstante, durante la conversation se levantara a buscar un libro y, llevada de su energía, atravesará la sala sin apoyo alguno. Sentada ante su interlocutor en una butaca tapizada de color lapislázuli, el color de los faraones, la egiptóloga adornará su inteligencia con una inesperada coquetería y cerrará un botón más de la blusa sobre el pecho.
**¿Le ha mordido alguna vez una cobra?
No, nunca me ha picado ninguna serpiente. He tenido suerte. La verdad es que, pese a que la cobra Meretseger fuera la patrona de la santa cima tebana, no puedo ni verlas. Edfu, cuando excavábamos antes de la última guerra, estaba lleno de cobras. En 1940 tuvimos que limpiar de serpientes nuestro campamento en Karnak porque estaba infestado. Me convertí en una experta en suero antiofídico. A algún colega sí le picaron. Una vez me trajeron a un hombre al que le había mordido una, enorme, y al no dar resultado las curas tradicionales le sané dándole a beber whisky y haciéndole correr, algo que recordaba que mi tatarabuelo había he­cho con un enfermo de escorbuto en el sitio de Sebastopol. Pasó 48 horas espantosas, pero luego me dijo: "Que Alá me perdone, pero para volver a beber eso me haría picar otra vez".
**¿Sigue yendo por Egipto?
Ahora no, por la rodilla, pero antes..., ¡oh, la, la! Cuantas veces... Por todos mis trabajos, mis excavaciones [el descubrimiento de la tumba, ¡intacta!, de Sech-Sechet, la mujer del visir de Pepi I, Isi, en Edfu; el redescubrimiento de la tumba de la reina Tuyi, la madre de Ramsés II, en el Valle de las Reinas], y en los años sesenta, durante el salvamento de los monumentos de Nubia, no sólo Abu Simbel, sino 24 templos y capillas. Habrá leído usted mi libro sobre ese asunto, claro [Las ruinas de Nubia. Destine, 1997]. Ah, ¡como salvamos la Nubia, a pesar de todo el mundo! Los norteamericanos fueron los peores. Fue terrible. Durante años prediqué en el desierto, incluso los colegas me decían: "Pierdes el tiempo. No son monumen­tos franceses". ¡Dios mío! Oí ese argumento tantas veces. ¡Qué estupidez pensar que uno no se puede ocupar de los monumentos egipcios porque no es egipcia! Luché por algo que me pertenecía, y por el honor de la humanidad.
**¿Se acuerda de su primera visita al pais del Nilo?
Una siempre se acuerda de su primera vez. Había acabado mi tesis; estaba en el Louvre, donde luego pasé 48 años y fui conservadora jefa del departamento egipcio, y en 1937 recibí una beca para ir tres meses de misión a Egipto. En esa época, la gente no viajaba mucho. Mis padres estaban enloquecidos. ¡Ir allí sola! ¡Una chica de mi edad! Hube de prometer a mi madre que llevaría siempre un casco colonial. Fui en un vapor, el Champollion, en el que coincidí con el aga Jan y el Negus, exiliado después de la conquista de Etiopía por la Italia fascista y que viajaba hacia Jerusalén. La mujer del director del Instituto Fran­cés de El Cairo, donde me alojé a mi llegada, me dijo: "Ma petit, nunca subas a otro vagón de tren que el marcado 'Ha­rem'", que era sólo para mujeres. Ser mujer, la primera, me reportó muchos problemas en una disciplina que era bastante misogina.
**¿Cual es su lugar favorito de Egipto?
Abu Simbel, con los templos de Ram­ses II y su esposa Nefertari tallados en la roca, porque salvarlos significó una batalla sin esperanza durante tres o cuatro años.
**Tutankamon, al que dedicó un libro inolvidable, traducido a 22 idiomas ['Tutankamon, vida y muerte de un faraon'. Noguer, 1967], ha sido siempre alguien muy importante para usted. Con el tiem­po, ¿ha cambiado de opinión acerca de su muerte?
¡Ah, el pequeño Tutankamon! Mire, no tengo ni idea de que le pasó. Hay muchas teorías, como sabe. Algunos investigadores, sobre todo ingleses, han vuelto a estudiar su momia, que había quedado muy deteriorada, quemada a causa de los ungüentos utilizados con profusion en la momificación. Han declarado que la muerte no fue natural, sino consecuencia de un accidente, por­que han visto una pequeña cicatriz. Considero una locura asegurarlo con tan poca evidencia. Se ha dicho además que el accidente pudo ser provocado. Eso no tiene sentido en el contexto histórico. Las suposiciones hechas hasta ahora no estan fundadas sobre pruebas y, por tanto, yo me abstengo de opinar. Es la position cientifica.
**Tutankamon, Ramses II ['Ramses II: la verdadera historia'. Destino, 1998] y aho­ra 'Hatshepsut, la reina misteriosa' [a la que ya le dedicó un capítulo en el tan interesante 'La mujer en tiempos de los faraones'. Editorial Complutense, 1999]. ¿Qué le ha atraido de ella?
Reconstruir la vida de una soberana egipcia muerta hace 3.500 años y cuya memoria fue perseguida (no por su sobrino, corregente y sucesor Tutmosis III, como se creía, sino por los sacerdotes de Osiris, disgustados por las reformas religiosas de la reina), era un reto muy atractivo. He descubierto a un ser excepcional. Baste con decir que, en el curso de un programa arquitéctonico inteligente y refinado, hizo construir ese Versalles funerario que es el templo de Deir el Bahari; envió una aventurera y exitosa expedicion al pais de Punt (en el delta del Gash cerca de Eritrea), la primera gran operación comercial, científica y pacífica de que tengamos noticia; inició la tradición de entierros reales en el Valle de los Reyes, al que los egipcios antiguos no denominaban así, sino la Gran Pradera, y en su reinado se acuñó la palabra faraón. Fue el personaje mas conmovedor y notable de la realeza faraónica. Su padre, el gran guerrero Tutmosis I, la pre­paró desde niña para el poder, para reinar -"la pondré en mi lugar", declaró en una , inscripción-, y seguramente por eso, para legitimarla de cara al trono, la caso con su medio hermano Tutmosis II, un débil mental degenerado, como prueba su rostro, un tarado que murió pronto.
**Tuvo un consejero muy intimo, Senenmut, el gran intendente, que parece que era nubio.
Sí, estaba muy cerca de ella. Los títulos, las recompensas que obtuvo son formidables, insólitos. ¡Una lista de 66 cargos! Un verdadero egiptólogo no puede afirmar ja­más algo de lo que no está absolutamente seguro, pero se pueden formular hipótesis basándose en los documentos. Senenmut parece haber sido soldado con Tutmosis I, y su inteligencia le impulsó hasta las más altas esferas. No hay ninguna prueba de que Hatshepsut le haya dado una preferencia íntima. Pero existe una elocuente caricatura, una inscripción erótica, que muestra a Senenmut con la reina, coronada con el jeperesh real, en una actitud que no se presta a confusión [de hecho, ejem, penetrándola por detrás]. Si me pide mi opinión, le diré que estoy seguro de que vivieron juntos, de que esa mujer formidable tuvo una aventura sentimental con su consejero. ¡Y yo la comprendo!
**Usted sugiere que hubo un hijo de esa unión.
Hay un niño, Maiherpa, en el entorno real, un paje favorito de la reina que ostenta tiítulos que correspondían a los hijos reales. Murió joven y se le enterró en el Valle de los Reyes, un honor inexplicable. Uno de los tejidos que envolvían la momia era un lino de gran calidad con el sello de Hat­shepsut. La reconstrucción mediante técnicas de los forenses policiales de la cara del muerto ha revelado rasgos nubios. Propongo la hipótesis de que ese joven era hijo de la reina y Senenmut.
**Parece que, además de por Senenmut, la rei­na sentía gran atracción por los guepardos.
¡Yo adoro los guepardos! Desde siempre. Los he estudiado en el Jardín des Plantes, y me parece increible que algunos egiptólogos no los identifiquen y los confundan con otros felinos, con esas largas lágrimas negras y orejas redondeadas. En las maravillosas escenas de la llegada de la expedición de Punt grabadas en el templo de Hatshepsut, en Deir el Bahari, aparecen dos guepardos, y una inscripción dice que esos animales no dejaban jamás a la reina. En mi libro, cuando reconstruyó la extraordinaria escena de la aparición de ella ante una muchedumbre en el santuario de Pajet, el Speos Artemidos de los griegos, la retrato llegando en su carro a ese verdadero mitin con sus dos guepardos corriendo al lado.
**Déjeme que le diga que usted tiene una capacidad milagrosa de materializar escenas de la antigüedad, de infundir vida a los fri­os relieves e inscripciones. La ceremonia funeraria de Tutankamon, la entrada en combate de Ramsés II en Kadesh o el éxtasis de Hatshepsut ante la riqueza y belleza de los productos que desembarca la expedición de Punt. ¡Casi parece uno ver a la reina a embriagándose con los perfumes y resinas odoríferas!
¿Verdad? Mi hijo me dijo lo mismo. Es cierto -los textos lo señalan asombrados-que se zambulló en los ungüentos como presa de un frenesí. Eso impactó tanto a los contemporaneos que el escriba lo recogió: "Su majestad en persona, con sus propias manos, extiende el aceite por todos sus miembros. Su piel se ha transformado en electro, brilla como las estrellas".
**Debía de ser bella, la reina.
Un ser de rara naturaleza, de acción excepcional, de inteligencia única y voluntad indomable. ¿Bella? Seguramente.
**Del cuerpo no queda mucho. Apenas el hígado seco.
O quizá sea el bazo. Apareció en un cofre de madera de sicómoro incrustado de marfil con su sello. La tumba fue saqueada. Pero hemos encontrado algunos objetos que acompañaron a Hatshepsut al otro mundo. Cuando estaba a punto de escribir el final de mi libro fui a una inauguración en el Museo Arqueológico de Basilea, y de repente me fijé en un objeto de piedra roja en una vitrina y era ¡una cabeza de guepardo! Le pregunté al conservador de dónde provenía la pieza y resultó ser un peón del juego de senet, una especie de ajedrez, ¡con el nombre de Hatshepsut! Ah, el azar...
**Parece que la reina le persiguiera.
He pasado muchos años recogiendo mate­rial sobre ella, pero nunca pensé que fuera posible escribir su historia, dada la dificultad de reunir los documentos. Fue después de escribir el libro sobre Ramsés II que mi editor me lanzó a ello sin dejarme un minuto. He intentado mantenerme ceñida a los datos, a las inscripciones, las estelas, palabra a palabra, sin dejar volar nunca la imaginación. Porque verá, no soy una escritora ni una novelista, soy egiptóloga. Explico al gran público interesado cosas que debería saber.
**Volviendo al salvamento de los monumentos de Nubia, tan central en su biografía, esa empresa del traslado de los templos fue tan colosal como su propia construcción.
Mucha gente que hoy se vanagloria de haber participado en la tarea era partidaria entonces de dejar que fueran destruidos. Como los norteamericanos: hicieron todo lo posible por detenerme; me tacharon de loca y de liante, de arrastrar irresponsablemente a la Unesco. Foster Dulles, que espero que esté muerto, y el embajador de EE UU, el señor Reinhardt, dijeron que yo tenía una imaginación pervertida. Y esos días, la CIA hacía desaparecer gente, así que eran tiempos peligrosos para quien les llevaba la contraria. No sabe cómo trataron a los egipcios esos cowboys: amenazaron al presidente Nasser, que se negó a venderse a los americanos, con que no tendría dinero de la banca internacional para la presa si no aplicaba la política que le dictaban. La política que han intentado aplicar en Irak. ¿Ha visto el resultado? ¿Cómo ha podido España ir allá?
**Bueno, nos hemos marchado.
Ah, ¿por qué fueron?
**El Gobierno...
Sí, ese señor al que se le llama fascista. No imagino a los españoles haciendo eso; ustedes, los más próximos a los árabes. Cuando vi que... ¿cómo se llama esa espe­cie de...?
**¿Aznar?
Aznar. Cuando vi que forzaba a España a adherirse me dije: no es posible, no es po­sible. España es un país de señores. Uste­des tienen un sentido del honor, incluso alguna vez exagerado. Me dije: no, no, ha sido Aznar. Los polacos, sí, ellos sí son capaces. Es más su estilo.
**La verdad es que han hecho una restauración muy discutible del templo de la reina Hatshepsut en Deir el Bahari.
¡Completamente! ¿La ha visto? ¡Han hecho un plató de cine! No han entendido nada del lugar ni del monumento.
**Seth era el dios egipcio del caos, la violencia, la furia y la venganza, y se le tuvo por personification del mal. ¿No cree que hubo cierto espiritu 'sethiano' en el 11-S, dirigido precisamente por un egipcio, Mohamed Atta?
En todas partes hay demonios, gente nociva. Es un asunto mucho mas complicado.
**Ahora está de moda considerar a Akena­ton, el faraon hereje, un malvado dictador a la altura de Hitler o Stalin.
Los egiptólogos han fabricado en buena medida a Amenofis IV Akenaton, pero no lo han comprendido. Hablan de herejía o cisma, pero no es eso. Lo que trató fue de hacer evolucionar la religion egipcia, simplificándola. En lugar de hablar de dioses en plural, Akenaton comprende que todos esos seres maravillosos con cabeza de ani­mal son manifestaciones de un único dios. No vale la pena decir que existen Horus, Ptah, Sejmet..., todos son proyecciones del mismo creador; están en el sol, la fuerza vital, atómica si quiere. No fue una revo­lución, fue una evolución. Akenaton se encerró en su reducto de Tell Amarna con la gente que creía que entendería su mensaje, sus discípulos. Es un primer ensayo de un pequeño Jesús. Fue ciertamente un iluminado y actuó muy deprisa. Creo que al final se trastornó. La experiencia acabó mal. Ese no es motivo para decir que no estuviera en lo correcto. No hay 36 dioses, y si Dios existe no es nuestro amigo al que le damos la mano cada dia: ese es el mensaje de Akenaton. Y tiene razon.
**¿Y Ramsés? ¿Como se le ocurrió llevarlo a volar sobre las pirámides?
Ramsés II fue el hombre de los milagros, hizo cosas asombrosas. Así que cuando el 26 de septiembre de 1976 su momia dejó el Museo de El Cairo para viajar a Paris, donde se la sanaría de sus problemas de hon­gos, me pareció oportuno pedirle al piloto que dieramos una pasada sobre las pirámi­des de Guiza: 3.190 años tras su muerte, el gran faraon sobrevoló esos grandes monumentos. Me pareció un hermoso símbolo.
**¿Quedan muchas cosas extraordinarias por descubrir en Egipto?
Oh, sí. Aunque no podemos esperar des­cubrir tumbas reales todos los dias. No olvide que Carter es el único que encontró una tumba de faraon intacta, y fue por azar. Hay grandes egiptólogos que se han pasado la vida buscando y no han encontrado nada. Los verdaderos descubrimientos están en la investigación científica. Hay que conocer el terreno; hacer excavaciones metódicas, profesionales. Yo he encontrado objetos de la vida cotidiana de los campesinos faraónicos en las reservas de los museos que ofrecían información inestimable, pero ¿que se expone?: desgraciadamente, sólo las grandes obras.
**¿Qué se siente al penetrar en una tumba intacta, como la de Sech-Sechet?
Una emoción que no se olvida nunca. Puedes ver la huella de la última persona que pisó el lugar, en ese caso hacía más de 4.000 años.
**Hábleme de De Gaulle.
El ministro de Cultura egipcio, Saroite Okacha, un amigo muy querido y un hom­bre remarcable, me dijo que tenía que ir a ver al general para lograr el compromiso de Francia para el salvamento de los templos. Cuando acudí a él para recabar dinero a fin de rescatar el templo de Amada, el general me riñó de entrada por haber actuado en el asunto de manera tan independiente. Pero le contesté que no había hecho más que inspirarme en su ejemplo, y mi audacia le hizo sonreir. "Tranquilícese, la suma necesaria ya esta dispuesta", me dijo.
**Cuando en 1967 se inauguró la exposición con los tesoros de Tutankamon en Paris -la primera vez que salían de Egipto-, usted, que fue la artifice, le hizo de cicerone a De Gaulle. Toda una experiencia.
Ah, estaba muy interesado en la religión egipcia; en todo lo concerniente a la civili­zation faraonica, pero sobre todo en ese aspecto. Tres meses después de la visita aun hacía comentarios a su gabinete sobre el tema. Cuando vio la estatua negra de tamaño natural de Tutankamon, el general dijo: "Es el hombre invisible". Siempre tenía una reflexión pertinente. Con la máscara de oro sostuvo un verdadero diálogo real. Le impresionó la copa translucida de alabastro en forma de caliz de loto. Le dije que representaba el renacimiento del sol. "Vaya más lejos, cuénteme", solicitó. Le expliqué el culto del fondo del templo, el más secreto. Los egipcios utilizaban imágenes materiales para explicar cosas que no lo son. Explicaban lo espiritual por lo material, empleaban lo concreto para ha­cer una demostración abstracta. No eran materialistas. El suyo es un simbolismo que no es estrafalario. El cristianismo debe mucho a los antiguos egipcios, más que a la tradición hebrea. En aquella visi­ta le señalé al general la dimensión solar de la eucaristía. "Es cierto, tiene usted ra­zón", aceptó. El general... un hombre no­table, aunque no con los imbéciles, a los que no podía soportar. Nunca le llamo presidente, porque él, ¿sabe?, me condecoró en la Liberación. Es mi general, y yo, al cabo, fui su soldado, sin uniforme, y eso me hubiera costado la vida, el fusilamiento. Pero claro, uno no podía llevar uniforme en los años cuarenta en el Paris ocupado.
**Corrió peligros entonces. Formó parte de una célula de la Resistencia. Es sabido que en una cripta del Louvre escondieron ustedes a un paracaidista inglés. Quizá así empezá la leyenda del fantasma Belfegor.
Me detuvieron a punta de pistola dos agentes de la Gestapo. Me interrogaron y me encarcelaron. Fue muy duro. Me dejaron libre unos días después por falta de pruebas. Tuve mucha suerte.
**¿Conoció a Jean Moulin?
Le vi alguna vez, pero no puedo decir que le conociera.
**En cambio, llego a conocer bien a Malraux.
Yo le inicié en el secreto de los templos egipcios. Era un apasionado de la filosofía religiosa egipcia y de los símbolos. Era un simbolista de corazón.
**Aquella visita al Museo de El Cairo...
Sí, fue muy divertido. Lo perdimos. Imagínese, el ministro mas importante de De Gaulle. Los egipcios le habían invitado tras aquella fulgurante llamada internacional que pronunció para el salvamento de los templos de Nubia. Todo el museo es­taba a su disposición y el no aparecía. Le buscamos y le hallamos por fin sentado en una pequeña sala frente a una pintura, un retrato de El Fayum. Nos dijo que siempre recordaba la mirada de la mujer retratada, que le obsesionaba, y eso fue todo lo que vio. Así era Malraux. Cuando estuvimos en el Valle de las Reinas, él sólo estaba in­teresado en ciertas cosas. Le propuse recorrer el camino de la montaña hacia el Valle de los Reyes, que esta sembrado de extraordinarios grafitos de los primeros anacoretas cristianos. Y él se entusiasmo con la idea. Su jefe de gabinete, también viejo miembro del maquis, me pidió que le disuadiera. "El ministro tiene una pierna que no le funciona. Sera un desastre". Es verdad que aquellos lugares son peligrosos. Le comenté entonces a Malraux que estaba fatigada, pero él me contesto: "¡Usted sube!". Iba tan rápido que no podía seguirle, pero al llegar a la cima ya no podía caminar. Una herida de guerra, me dijo, "de cuando, tras el desembarco, trataba de reunirme con el ejército de Patton". Le cogieron entre dos policías egipcios enormes y le bajaron, mientras los ministros egip­cios me abroncaban por haberle puesto en ridículo. Pero él me dijo: "Gracias, madame, por un viaje que no olvidaré jamás".
**Aquello en la estantería, ¿no es una réplica de la cúspide del obelisco de la Concorde?
Sí, el piramidión, cójalo, cójalo. Lograr que se lo pusieran fue toda una batalla. Le escribí a Chirac. El mismo Champollion quería ya en su tiempo que le colocaran una copia del que debió tener originalmente. Lo conseguimos en 1998. Esta mucho mejor ahora.
**¿Qué le ha dado Egipto?
Ah, mucho. Egipto nos ha dejado en herencia la sabiduría antigua; ellos, los egipcios, dieron la sabiduria al mundo. La Biblia lo reconoce. Su mensaje es de sabiduría y tolerancia; no olvide el gran papel, insólito en la antigüedad, de la mujer en el mundo egipcio. La naturaleza hablaba a los egipcios; todo era una cosa de Dios, una flor que brotaba, una montaña. No era superstición, era algo físico. Eso te enseña a abrir los ojos ante ciertas cosas que an­tes veía sin mirarlas, sin entenderlas. Encuentro el antiguo Egipto también en el nuevo. No en el fundamentalista, sino en los viejos campesinos, que no han cambiado en miles de años. Ellos ofrecen una lección de humanidad, de serenidad y paciencia, algo muy útil para mí, que soy muy temperamental, como sabe. También he encontrado en el Egipto islámico grandes inteligencias, he tenido conversaciones muy interesantes que me han abierto el espíritu a ciertas cosas; no para adherirme, pero...
**¿Volverá a Egipto?
Sí, sí, en cuanto pueda. Tengo allí muchas excavaciones, equipos, muchas co­sas que atender.
Madame Desroches Noblecourt, que ya se ha impacientado con el fotografo -"¡deje de retratar a la vieja dama!"-, se incorpora como debía hacerlo Hatshepsut al dar por terminada una audiencia. Cabe imaginar el efecto que produciría la estudiosa de disponer además de dos guepardos a los que les hubieran retrasado -como a ella- la hora del almuerzo. Preguntarle si tiene alguna an­tigüedad notable para fotografiarla en sus manos ha sido un 'faux pas'. A la mujer que abroncó en una ocasion al famoso Ludwig Borchardt, echándole en cara haberse llevado a Berlin el busto de Nefertiti, no podía sentarle muy bien la cuestion: "¡No, no, no! Nunca he cogido un objeto de categoria, durante toda mi carrera. ¡Yo soy una arqueóloga, señor!". Restablecida la paz, y no sin antes echar pestes contra Christian Jacq -su bestia negra, al que considera un saqueador de ideas ajenas y un afi­cionado sin talento-, acompaña a los visitantes hasta la puerta y los despide con cordialidad tras dar recuerdos para el "tímido y gentil" egiptólogo catalán Josep Padró, que fue su alumno, y preguntar por "la futura reina" doña Leticia -"¡está contenta la reina Sofía?"-. La memoria retiene una última imagen de la egiptóloga antes de que se cierre la puerta, erguida, muy recta, como si con esa actitud conjurase el peso de su edad y la nostalgia que el recuerdo del país del Nilo ha dejado a su alrededor como el limo de una inundación. Y uno, embargado de una súbita emoción, no puede dejar de pensar al verla en el no­ble y firme obelisco de la Concorde y en los versos que le hizo declamar Theophile Gautier a ese altivo y majestuoso gigante de piedra exiliado: " Je te pleure, ô ma vieille Egypt, / avec des larmes de granit" ("Yo te lloro, oh mi viejo Egipto, / con lagrimas de granito").

Jacinto Antón para El País, 11 de julio de 2004

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